Revestidos de lo alto por el Espíritu Santo, los Apóstoles serán llamados por el Señor, porque Él los ha elegido (Jn 15, 16), para que reciban de lo de Cristo y lo “comuniquen” a todos los hombres, sin acepción de personas.
Ellos, que no son del mundo pero están en el mundo y han recibido la Palabra del Señor, protegidos del Maligno y consagrados en la verdad (Jn 17, 14-17), deben anunciar que Cristo es el Señor, el Ungido de Dios, el Salvador. Deben acompañar a los fieles ayudándoles a ofrecer sus cuerpos como una víctima agradable a Dios, como un verdadero y no farisaico culto a Dios, sin acomodarse al mundo presente.
Antes bien, transformándose mediante la renovación de su interioridad (Rm 12, 1-2), de modo que den testimonio guardando la Palabra de Dios en su corazón para que allí, haciéndose presente el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Jn 14, 23), puedan ser morada en su espíritu como si sus cuerpos fueran un tabernáculo divino.
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